Algo se está moviendo, y no precisamente en silencio. Lo que antes eran términos de laboratorio o proyectos piloto, hoy son realidades con tuberías, inversión y metas de emisiones. Los protagonistas: el hidrógeno verde y los biocombustibles. Ambos están ganando peso como alternativas limpias frente a los combustibles tradicionales.
No se trata sólo de una cuestión medioambiental. Esta transformación energética apunta también al empleo, la seguridad económica y el desarrollo internacional. En esta historia hay ciencia, industria, sostenibilidad y, sobre todo, oportunidad.
En Mallorca, una planta comenzó a mezclar hidrógeno verde con gas natural en la red de distribución. Y no se trató simplemente de una prueba técnica: fue una primera señal de que el cambio ya no es teoría. Este tipo de gas limpio, obtenido con agua y electricidad renovable, tiene el poder de eliminar miles de toneladas de CO₂ al año.
Europa no se queda atrás: más de una decena de instalaciones están naciendo por el continente con el objetivo de producir cientos o miles de toneladas anuales. Son los llamados “valles del hidrógeno”, ecosistemas pensados ara generar, almacenar y distribuir este gas limpio a hogares, industrias y vehículos.
El hidrógeno verde se diferencia del tradicional (producido con gas fósil) en algo clave: no emite gases de efecto invernadero. Pero lo interesante no es solo su limpieza, también su versatilidad. Puede alimentar trenes, aviones o plantas siderúrgicas. Y también puede actuar como batería gigante para guardar la energía solar o eólica sobrante.
El principal reto es su precio. Aún no es competitivo sin subvenciones, pero con el aumento de las renovables y la mejora tecnológica, esa brecha podría cerrarse antes de 2035. Mientras tanto, muchos países ya lo están integrando en sus planes energéticos.
Pese a no ser una novedad, los biocombustibles están entrando en una nueva fase. Fabricados a partir de materia orgánica como aceites vegetales, residuos forestales o incluso restos de comida, son la opción más directa para reducir emisiones en sectores donde los motores eléctricos no llegan: aviación, transporte marítimo o maquinaria industrial.
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Los dos más populares, el biodiésel y el bioetanol, ya forman parte de las mezclas con gasolina o gasóleo en muchas estaciones. Pero el gran salto está en los “biocombustibles avanzados”, elaborados con residuos y cultivos no alimentarios, que reducen hasta un 90 % las emisiones comparado con sus equivalentes fósiles.
En 2022 se usaron en todo el mundo más de 170.000 millones de litros de estos combustibles. La proyección para 2030 es del doble. Para cumplir con los objetivos climáticos internacionales, no hay alternativa: o se duplican las cifras o se duplican los problemas.
Eso sí, no todo es sencillo. La producción intensiva de biocombustibles puede entrar en conflicto con la agricultura para alimentación. Por eso, el desarrollo de los que se fabrican con residuos o cultivos de baja huella ecológica se ha convertido en una prioridad para gobiernos y empresas.
Más allá del ahorro de emisiones, las moléculas verdes están llamadas a convertirse en un motor económico de primer nivel. Según varios estudios, pueden generar millones de empleos nuevos en Europa en los próximos 15 años. Y no sólo en el sector energético, también en diversas ramas, como la construcción, la ingeniería, el transporte o los servicios.
España, por ejemplo, podría liderar esta transformación con más de 180.000 empleos vinculados a este cambio de modelo. Muchos de ellos ni siquiera existirían sin esta transición energética. Y lo más relevante: casi el 90 % se crearían fuera del sector energético tradicional, lo que amplía su impacto económico.
El hidrógeno verde, además, permite revitalizar zonas con Sol y viento abundante, convirtiéndolas en polos industriales. Los biocombustibles, por su parte, pueden dinamizar zonas rurales al dar salida comercial a residuos agrícolas o cultivos de bajo valor.
No obstante, hay trabas importantes: falta una regulación clara, infraestructuras adaptadas y unos precios competitivos. Superarlos requerirá inversión, innovación y también formación especializada. Crear una nueva industria implica preparar a toda una generación para operarla.
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